Una historia sin autor o La historia de Patroclo

Es un hecho bien sabido entre quienes me conocen de cerca, que a mí me gusta contar historias. Me gusta mucho, en verdad, y modestia aparte siempre he pensado que no lo hago tan mal como para avergonzarme de este pasatiempo tan mío. Juan e historias, historias y juan, yo estoy hecho de historias… yo soy Juan… y no, no suelo hablar de mi mismo en tercera persona. Como es de esperarse de alguien que se jacte de ser un cuentero, yo me sé muchas historias y todas las guardo con cariño en una parte especial de mi cabeza, protegidas de la rutina del día y de la soledad de la noche, y junto a ellas, en un espacio más pequeño pero no menos importante guardo a sus autores, grandes escritores, cineastas, amigos, familiares etc., en síntesis se puede concluir en que la mejor forma de ganarse mi respeto y recordación es contándome una buena historia.

Hay sin embargo una historia, una en particular, que siempre me hace quedar pensativo en cualquier lugar allá donde la recuerde, no por lo increíble de los hechos que relata si no por la forma tan particular en que llegó a mis oídos, de tal manera, filtrándose entre la conversación de dos borrachos con tal maestría y sigilo que hasta el día de hoy, las dos personas implicadas en el momento en que la historia fue por primera vez contada, todavía se rascan la cabeza y se acarician la barbilla tratando de recordar quien fue el autor de tal anécdota.

Fue en uno de mis fines de semana menos elegantes, mi amigo Jota me había encontrado esa tarde, sumido yo en una gran tristeza, y hallándose el con algunos centavos sueltos, con gesto cómplice y un suicida, me invito a que nos fuéramos de borrachera. He de añadir que, como yo mismo, mis problemas son simplones y un poco repetitivos, de nuevo todo aquel que me conozca hasta cierto punto sabrá que al Honrado Juan solo un asunto le causa tribulación y apatía, el mismo tema invariable desde sus tiempos de universitario: Un corazón roto.

Sin entrar más en detalles sobre un tema diez mil veces platicado, recuerdo que Jota, para subirme el ánimo y muy a la usanza de los grandes maestros de la antigüedad, optó por contarme una historia a modo de parábola comparativa. Era una historia, que en aquel momento me pareció tan significativa, de tanto contenido y tan acorde a la manera en que yo me sentía en ese momento, que de inmediato mi ánimo volvió a elevarse, cambió mi semblante y se estremeció mi corazón cansado. No era una historia con un final feliz, ni un cuento de romántica caballería, era un pequeño fragmento de mitología griega, el cual todavía narro agradecido a quienes sufren el mal de amores.

Lo curioso del caso llego a mí días después de haber pasado el guayabo de aquella fiesta, ya en la comodidad de mi casa. Decidido a revivir aquel sentimiento causado por el relato de Jota, con ánimo de ahondar en la vida de su autor, con quien tanto creía yo tener en común, me senté entonces a buscar en internet el nombre del personaje de aquella historia, ya que el nombre de su autor, según jota, en sus palabras, era: “difícil de recordar, pero era uno de los del combo de Homero y esa gente… esos griegos”. Sorprendido quede al encontrar que el personaje que yo recordaba de la historia, poco o nada tenía que ver con las personas y las historias que me iba encontrando, al final de la tarde finalmente me rendí, al dictaminar un poco enfadado que la historia que me había contado Jota, no solo no existía en la mitología griega, sino que además no se parecía a ninguna historia de características similares.

Decepcionado, pensando que quizás yo no recordaba la historia como debía ser busque a jota y lo encaré con la verdad. Intentando que el recordara la historia tuve que relatársela un par de veces, pero al final, el, al igual que yo, parecía ser completamente ignorante del origen de el relato, discutimos largamente sobre los posibles orígenes de aquel cuento escurridizo, pensamos que quizás la historia que yo recordaba era en realidad el conjunto de muchas otras historias de características similares, todas con algo en común pero ninguna con su misma moraleja. Finalmente Jota y yo, tomándonos otra cerveza no pudimos hacer más que admitir que, cuando la historia fue contada solo su autor y dios conocían el origen del relato, ahora, tiempo después, solo dios lo sabe.

Sin más dilación y porque en general no me gustan las introducciones alargadas, les dejo el cuento, tal y como me llegó a mí, reproducido de la manera más fiel posible, con la esperanza de que alguien allá afuera conozca la historia y me revele por fin el secreto de su origen. Por último y si a usted como a mí, la historia le termina gustando, por favor nunca diga que soy yo el autor, y siempre que alguien le pregunte vaya y cuéntele la historia de los dos borrachos.

El breve relato de Patroclo

Patroclo, según lo describen los historiadores griegos era el hijo único del rey de una pequeña isla en el mar Jónico, el cual según dicen, nació sin ningún tipo de virtud alguna o característica destacable más allá de haber nacido noble. No era el guerrero más valiente, ni el hombre más fuerte, no era inteligente, ni astuto, no tenía buenos modales y al parecer su higiene también daba mucho que pensar. A la par de su falta de virtudes, o quizás por causa de estas mismas, Patroclo creció sin la menor ambición conocida, era claro que algún día seria el rey, pero ni siquiera esta perspectiva parecía causarle el menor interés.

Eso era hasta que cierto día pasara bajo su ventana, por alguna desventura del destino una joven campesina llevando un canasto de ropa sucia, y nuestro amigo Patroclo, con solo posar sus ojos en aquella figura quedo prendado de amor. Los griegos aparentemente no se complicaban mucho con asuntos románticos, ya que esa misma tarde Patroclo la hizo llamar a su pequeño castillo y declarándole su amor, le ordeno que fuera su esposa y bien sea porque la propuesta de vivir en un castillo agrado a la jovencita, o quizás por temor de alguna venganza acepto finalmente contraer nupcias con el príncipe.

No paso mucho tiempo después de la boda, antes de que las malas lenguas difundieran la noticia de que el príncipe y su princesa aún no habían consumado su amor en el lecho nupcial. Aquí algunos traductores dicen que esto se debía a que Patroclo era un caballero muy romántico y que por tanto no se atrevía a tocar a su mujer sin que ella lo amara a él, falta de amor que era más que evidente, por considerarlo poco menos que una violación. Otros traductores en cambio, quizás más fieles a la verdad o menos sensibles simplemente dicen que Patroclo no era lo suficientemente hombre ni tenía la autoridad necesaria para exigirle a su mujer que le diera la prueba de amor. Por la razón que fuera, las noches de Patroclo eran silenciosas y en demasía incomodas.

Mientras el nido de amor de Patroclo se mantenía helado, los ánimos bélicos se caldeaban, fue por aquellos días en que la guerra de Troya se acercaba a su punto más álgido y muchos reyes, junto con sus soldados fueron llamados a combatir, Patroclo finalmente tenía su oportunidad de cambiar su vida, de demostrarle a su esposa que él podía ser un rey aguerrido y respetado. Y así, sin media mayor despedida Patroclo se marchó de casa con rumbo a Troya, no sin antes pasearse por todos los pueblos vecinos reclutando a todos los jóvenes que viera por la calle, los primeros lo siguieron por promesas de altas sumas de dinero y tierras, pero en algún punto los que iban llegando empezaron a sumarse a su combo pensando que él, de hecho, tenía un carisma especial como líder.

Ya en el campo de batalla, Patroclo demostró ser un rey como pocos, si bien es cierto que nunca llego a ser un gran guerrero, destacaba haciendo todo lo demás, si había que cavar letrinas, él ya tenía listas las palas, si había que montar campamentos, talar bosques enteros , hacer caminos, dibujar mapas, traer suministros, atender a los heridos, empezar un asedio, defender una posición o algo tan simple, como contar cuantos caballos había en un pelotón, Patroclo y sus muchachos lo hacían todo de manera rápida y eficaz, para no ir muy lejos hay quienes dicen que cuando a Odiseo se le ocurriera la artimaña del caballo gigante, fue Patroclo el que, en tiempo record, recolectara los materiales para armar semejante montura.

Ya cuando la guerra finalizó, y mientras Ulises palidecía en la cueva de algún ciclope, Patroclo volvió a casa, Tendrían que haber estado ahí para ver la cara de su esposa al ver volver a semejante hombresote de la guerra, con su piel bronceada y sus músculos bien definidos, alto y de cabello rebelde, con las alforjas llenas de tesoros, fruto de sus campañas y seguido de un millar de hombres dispuestos a dar la vida por su rey. Esa noche, después de muchos años, el matrimonio por fin se consumó, y eso es una manera muy cortes de describir la cantidad de lujuria y pasión que el rey y la reina desbordaron de sus cuerpos.

Esa misma noche, mientras la reina dormía feliz mente fatigada, Patroclo se vio a si mismo sentado y desnudo en el borde de la cama, sopesando la oscuridad de su alcoba. Después de tantos sacrificios, de haber cambiado por completo su forma de ser, después de tanto camino recorrido, de tanto fuego y metal, sangre y lágrimas, después de pasar por insultos, peleas, sacrificios y descontentos Patroclo finalmente había cumplido el único anhelo que había tenido en la vida. Y viéndose ahí desnudo y solo, por vez primera el rey de aquella pequeña isla se cuestionó sus motivos. Es cierto que al fin tenía el amor de su reina, y el al fin había podido regodearse en su seno, pero ¿Ahora qué? Se preguntó un cansado Patroclo.

El pensamiento de una vida desperdiciada no lo dejaba conciliar el sueño, darse cuenta por fin de que toda su vida se había esforzado por ganar el amor de otra persona, lo llevo a preguntarse qué parte de su historia la había vivido el para sí mismo. ¿Alguna vez se había detenido a pensar que era lo que el mismo quería? En su larga travesía Patroclo nunca había olido las flores, nunca había detallado una puesta del sol ni se había sorprendido al contar las estrellas del firmamento, y ahora después de envejecer ya jamás podría correr por las blancas playas ni recorrer lejanas tierras. Patroclo había peleado toda su juventud, una pelea eterna para ganar el amor de alguien más mientras el mismo, el mismo moría por dentro.

Aquí la historia tiene dos finales, ambos comienzan con Patroclo levantándose y caminando hacia la oscuridad de la noche, lejos de la vista de todos. Algunos dicen que no llegó lejos, que al plantase frente a sus pies un precipicio Patroclo opto por tomar la primer y última decisión suya por completo, ahí frente al vacío Patroclo salto al abismo sabiéndose finalmente atrapado para siempre y libre por toda la eternidad.

Otros dicen, por su cuenta, que Patroclo sigue caminando desnudo en la oscuridad, bendecido por algún dios malintencionado, para siempre buscándose a sí mismo, una razón para vivir o un mundo al cual pertenecer.

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